viernes, 13 de agosto de 2010

Lo ilegal, lo clandestino

El sentimiento de pasión, amor, deseo, que despierta un beso en un semáforo en rojo solo dos personas lo conocen perfectamente. Dos amantes que desean escapar de un mundo de leyes vigentes, de institucionalidad, de normas, de pautas, de matrimonios, de compromisos, de prejuicios.


El amor es la causa de sus desdichas pero también de sus alegrías, de sus risas y de sus lágrimas, de sus gritos y sus silencios, de sus ganas de vivir pero a la vez de sus ganas de morir. Son dos amantes antagónicos, seres iracundos, que el destino no ha decidido unir, ni mucho menos lo han hecho por gracia divina. No hay Dios alguno a quién culpar. No jurarán delante de un altar, y no planean ser príncipes en ningún cuento de hadas.

Ambos viven vidas paralelas, en sus hogares, con sus esposas, en diferentes barrios, simulando ser felices.

La clandestinidad es su recurso para seguir vivos, para ser felices.

Varias veces han querido darse la mano al cruzar la calle, al sentir que la distancia que los separa es muy corta, pero siempre tienen miedo. Temen que los vean, dañar a las personan que los aman, lastimar el futuro de sus hijos, que los odien, que no los entiendan, que los juzguen, que los desprecien.

Muchos se divierten hablando a las espaldas, o rumoreando con amigos lo que implicaría una relaciona así, todos bromean, todos se les ríen con la sola sospecha. Nadie los entiende.

Lastimar a dos enamorados es lo que menos interesa a los chismosos, o a los conservadores. Miles de veces han tratado de separarlos, hasta ellos mismos lo han intentado, pero nada, absolutamente nada ha dado resultados. Se siguen amando como ayer, como hoy y como siempre.

Se odian y se vuelven a amar. Los vaivenes de la vida son así.

Ambos siguen viviendo sus vidas convencionales pero algunas veces huyen, se besan y se dan la mano en algún pueblo lejano, donde nadie los conoce, donde la gente los mira pero a ellos no les importa. Están de fuga. No desean lastimar a sus parejas, hasta sufren con pensarlo, pero ¿Quién entiende al amor? ¿Acaso importa la sexualidad, la edad, el color de piel, la religión, la distancia, las familias, el dinero, o los prejuicios? ¿Podemos imaginarnos una vida lejos de la persona a quien amamos? ¿Nuestra felicidad depende del ser amado?

jueves, 12 de agosto de 2010

¿Mirar es ver?

Te pones los anteojos y yo te miro. Ritual excepcional. Lo único que puedo hacer es mirar. Miro la habilidad que tenes con esas manos trabajadoras, invadidas de callos y algunas ampollas, al alzar tus anteojos tan frágiles, con cristales tan finos. Tomas el libro que te compré ayer. Un libro sacado de un stand viejo. Te sentas a leer a mi lado, en los sillones que no te gustan (en realidad a nadie les gustan, pero mamá no los va a sacar jamás de casa, aunque a ella tampoco le gusten). Renegas, pero es parte de tu personalidad. Criticas a todos los escritores, periodistas, y demás mortales que escriben. Ni te importa que la que escriba sea yo.


Te levantas gritando un nombre que no es mío. Tu voz resuena por la casa. La casa sin limpiar que deje ayer, con muebles empolvados, ropa desdoblada, la cocina sucia, y algunas esquinas con arañas hilitos. Llamas a Johanna para que atienda la puerta. Ella no va. Yo tampoco. Vos menos. Vuelven a tocar. Ahora si dejas lo que hacías y atendes de mala gana, son unos gitanos vendiendo cosas a medio uso. Te arrepentís haberte levantado, pero ya lo hiciste. Hechas a los vendedores impertinentes y maleducados (te insultaron por que no les compraste nada). Ya que estas parado atendes el teléfono que suena en la sala. El que llama es mi novio, y le mentís que salí. Te escucho pero no detengo tu mentira.

Johanna sale de su habitación cantando cumbia, como siempre. Canta mal, y lo sabe y se lo digo todos los días (soy mala hermana, de esas que te destrozan los sueños cuando todavía seguís durmiendo). Y encima baila y mueve la cola como si estaría en un bolichongo. Me canta al odio y quiere que baile con ella, “¡que grasa!” le digo, pero le da igual. Me hace dar vueltas y se muere de risa, la empujo sin querer y se cae pero se sigue riendo, para que no se enoje bailo y lo hago mal pero no es para hacerle la contra.

Mi mamá le sirve guiso a su hijo preferido mientras el resto del mundo es indiferente a la conexión sideral que hay entre ellos dos. Para ella él es el hijo ideal, para él ella es la mejor madre del mundo. Yo ni me meto. Soy de todas las ovejitas, la oveja mala, pero mala a mi manera (o sea no tan mala), (a veces media punk, o socialista pero hasta ahí nomás llego). Leopoldo come un guiso, debe ser el más rico del mundo ya que lo cocino mamá. Es solo una visita pasajera que tenemos en casa, tan pasajera que no respeta ni los lugares que cada uno de los que habitamos en casa tiene. Papá va al frente de la mesa, al lado suyo mamá, al frente de papá yo, y a mi lado Johanna, y en el otro extremo de la mesa Ariel; pero cuando viene Leopoldo todo se altera, él se sienta donde mejor le plazca y cómo mamá lo complace nadie le puede decir “permiso” o “este no es tu lugar”, o cosas así.

Vos no sos cómo mamá, vos sos indiferente al mundo. Seguís leyendo. Todos hablan o gritan o discuten y vos tratas de seguir con tu libro. Hace rato leíste algo que yo escribí y no te gusto. No reniego de eso porque a mi tampoco me gusta, solo me pareció copado en algún momento. Nada te asusta. Mamá nos cuenta una historia de miedo sobre un fantasma que aparece en el baldío frente a casa y vos ni bola nos das. Para vos todos son cuentos, todo es mentira. Mamá dice que el fantasma es un hombre sin cabeza, vestido de blanco, y que tiene aproximadamente dos metros de alto, todos los vecinos lo vieron a la madrugada durante varios días seguidos. Vos no crees y para no escuchar, volves al living. Es tarde. Miras por la ventana y se te caen los anteojos. Tus frágiles cristales se han roto. Ariel te mira y te pregunta si te pasa algo. No respondes. No te moves. Sos una estatua. Todos vamos hacia donde estas. Te miramos pero vos solo indicas al baldío y todos vemos a través del ventanal un hombre alto, de dos metros aproximadamente, que se acerca a casa.

En Jujuy no existe la muerte

Darío pregunta a su madre a que hora van a comer, y ella le responde que falta mucho todavía. Siempre almuerzan al medio día, pero esta vez su madre se ha retrasado y ni ella sabe el porqué. Él piensa que tendría que dejar de levantarse tan temprano porque sino a las doce tiene hambre. Para pasar el tiempo él se va a ver televisión un rato, están dando los dibujitos que tanto le gustan.


Su madre lo llama a almorzar pero se entretuvo mirando televisión. Llega tarde a la mesa. Recuerda que entra a trabajar a las dos de la tarde. Come rápido. Se baña precipitadamente. En ese momento suena el teléfono, su madre atiende, es la jefa de Darío que le avisa que ese día no tiene que ir a trabajar porque ella va a estar en la oficina todo el día.

La jefa de Darío, Josefina, es una mujer adulta, tiene tres hijos, un marido y un amante. Trata de pasar el mayor tiempo que pueda fuera de su casa, no soporta a su marido. Quiere divorciarse pero su esposo no quiere darle el divorcio. Ella le dijo que el primer día de primavera se irá de la casa, y él ya le ha respondido. Nunca va a dejar que lo deje.

Darío sale de bañarse, se cambia, se afeita y sale de su casa apresurado. Su madre ni lo ha visto irse pero ha escuchado un “chau, vuelvo mas tarde”, y sintió la puerta cerrarse. Cuando ella escucha eso, corre pero él ya esta lejos y no oye sus gritos. No se detiene. Llega a la parada. Toma el colectivo que lo llevará hasta su trabajo. Creo, que lo deja a tres cuadras, más o menos.

Piensa el discurso que le dará a su jefa. Él ya no puede seguir trabajando. Desea invertir todo su tiempo en sus estudios. Mientras más rápido le avise, cree, que va a ser mejor.

Va en el colectivo por la autopista. Hace calor, el colectivo va repleto de gente. Él una parada antes se había levantado para darle el asiento a una señora mayor que se lo agradeció muy educadamente. La señora que subió, junto a su hija, en la última parada se levanta a pagarle los boletos, y el chofer busca el cambio. En ese instante se distrae y choca contra un auto viejo parado el costado de la ruta. Los pasajeros que van parados se golpean un poco. Todos se asustan pero no paso nada grave. Nadie está lastimado. El chofer baja presuroso a ver los daños, atrás de él descienden los pasajeros curiosos y uno de ellos es Darío.

Darío comienza a ver los laterales del vehiculo y sin darse cuenta camina hasta la mitad de la calzada. Observaba el colectivo desde cierta distancia, piensa que si le cuenta a su madre lo acontecido la va a ser afligir demasiado.

Sin mirar a los costados sigue caminando y observa al colectivo. Un camión aparece en la ruta de repente. Al camión lo conduce Raúl, un conductor nuevo en esa empresa de camiones, que ha salido hace dos días desde Chaco y se dirige a Chile, lleva sin dormir muchas horas pero no esta en sus planes detenerse porque quiere volver a su pueblo lo mas rápido posible, quiere llegar al cumpleaños de su hija menor, Florencia. Avanza demasiado rápido. Cuando se percata que hubo un choque ya es tarde. Darío esta parado en medio de la ruta. Toca bocina pero él se queda inmóvil y no reacciona. Todos gritan, pero nadie se mueve, nadie respira, nadie va a ayudarlo.

Se han multiplicado los espectadores, se ha duplicado el tamaño del camión, y se han hecho eternos los segundos antes del impacto.

Darío cierra los ojos y al segundo los vuelve a abrir. No ha pasado nada. Se siente bien. Pero a su alrededor no hay nadie. No hay gente, ni el colectivo, ni mucho menos un camión. Darío solo ve una autopista infinita, vacía, sin vehículos y ni una persona a la vista para preguntar que ha sucedido en realidad. Se pregunta y se afirma que todo ha sido un sueño. Comienza a caminar hasta su casa para contar a su familia, especialmente a su madre, lo que le ha pasado.

El camino se hace muy corto. No ha tardado ni veinte minutos en llegar a su domicilio. Cuando entra no encuentra a nadie, pero han dejado la puerta sin llave así que piensa que volverán pronto. Los espera. Se dirige a su cama, la nota un tanto extraña pero no se detiene en detalles y se recuesta un poco. Se siente cansado.

Han pasado muchas horas. Darío se levanta de la cama y va a la cocina pero se percata que todo ha cambiado. No están los muebles de siempre, las cortinas son distintas, hasta el color de pared es diferente. Hay una pequeña mesa preparada en un rincón de la sala. Tiene todas las cosas que le gustan. Hay chocolates, caramelos, chicles, panes, maicenas, pochoclos, jugos, gaseosas, un plato de pollo con papas y otro plato de milanesa con arroz (su comida preferida). Darío se extraño un poco por la sorpresa de encontrar la mesa de sus sueños pero el hambre no lo dejo ni titubear. Comienza a comer el pollo, solo prueba un poco, come todo la milanesa y luego prueba algunos chocolates. Piensa que si lo vieran sus hermanas le dirían “gordo, deja de comer”, y se divierte con esa idea.

Las habitaciones están cerradas. Especula que su familia llegó mientras el estaba en su cama.

Sintió nostalgia, recorriendo su casa, sin saber porque.

Fue a la habitación de su madre y ella estaba ahí. Dormida. Él trato de hacerla levantar pero no pudo. Resignado se sentó a su lado y espero que se levante.

Unas horas después su madre despierta, se sienta mecánicamente al costado de la cama y llora. Por sus mejillas se deslizan lágrimas de dolor, de tristeza, y habla sola. Darío no entiende nada y le toca la mano como reflejo a tan tremenda situación y la siente cálida, suave como el algodón y mas arrugada que de costumbre.

Un abrazo los convierte en una sola persona, en una unidad celestial y ancestral. Ella siente algo inexplicable que la asusta, pero nada detiene su llanto. Tiene la sensación de que algo que esperaba hace mucho tiempo ya ha llegado. La sola idea la asusta y se levanta repentinamente a buscar la biblia y un rosario. Mientras camina ve la vela que esta prendida en la mesa se ha acabado. Llora más. Pronto prende otra vela.

La luz que emana la vela recién encendida es como el farol que le hace falta a su vida es esa chispa divina que el destino le ha quitado hace algunos días, o hace algunos meses, ya no recuerda muy bien cuando, pero solo invoca a Dios. Vuelve a su cama. Reza el rosario muchas veces, y su hijo la acompaña. Han pasado varias horas. Las lágrimas caen. El sueño la vence.

Darío se queda junto a su madre hasta que también se duerme.

El visitante fugaz, hijo adorado y tesoro dolorosamente perdido no había calculado que su tiempo de visita terrenal era limitado.

Son las doce del medio día 2 de noviembre. Se acaba el tiempo para compartir en familia.

María Rosa, madre de Darío, se siente abrumada, confundida, cansada, loca. Hace algunos minutos se levantó de la cama y se dirigió a la mesa que había puesto en honor a Darío, y ha notado que alguien comió y tomó algunas cosas de la mesa. Desesperada grita para que sus hijas se levanten. Todas recurren a la sala. Nadie entiende nada. Nadie puede explicar lo que están viendo.

Las hijas solo quieren pensar que fue el gato o el perro que entró por casualidad pero María Rosa jura haber sentido la presencia de su hijo mientras las lágrimas empapan sus ojos.

Noviembre.