Los gritos de don Evaristo se oyen por los cerros, llamando a Dios o a algún hijo ingrato que partió hacia la ciudad y no regresó jamás.
Silvia, es la única que vive junto a él. Soltera de amores y afectos, con la piel curtida por el frío, con los pies llenos de callos por las hartas caminatas.
Planea escapar de los gritos de su padre, pero no sabe cómo.
Busca lugares con la imaginación, inventa lluvias, crea muertes, supone incendios, finge escapes, hasta que el viento le llena los ojos de arena o el frío del atardecer la empujan al rincón de paja y cueros de chivo.
Los gritos dicen su nombre, llaman por ella, suplican su presencia, ruegan por ayudan, imploran agua. Ella no responde, no se mueve, no se levanta, se aferra más al rincón, toca el adobe, rasguña la pared blanda. Cierra los ojos y de tanto apretarlos ve estrellas multicolores dibujadas en sus parpados, hasta que se ve caminando por calles asfaltadas, con zapatos, con el cabello largo, con sonrisa, sin cabras y sin ovejas, imagina que se reencuentra con sus hermanos, imagina que deja de oir gritos, siente felicidad.
Y se pierde por una esquina de la cuidad sin mirar atrás y sin escuchar nada.
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