Te pones los anteojos y yo te miro. Ritual excepcional. Lo único que puedo hacer es mirar. Miro la habilidad que tenes con esas manos trabajadoras, invadidas de callos y algunas ampollas, al alzar tus anteojos tan frágiles, con cristales tan finos. Tomas el libro que te compré ayer. Un libro sacado de un stand viejo. Te sentas a leer a mi lado, en los sillones que no te gustan (en realidad a nadie les gustan, pero mamá no los va a sacar jamás de casa, aunque a ella tampoco le gusten). Renegas, pero es parte de tu personalidad. Criticas a todos los escritores, periodistas, y demás mortales que escriben. Ni te importa que la que escriba sea yo.
Te levantas gritando un nombre que no es mío. Tu voz resuena por la casa. La casa sin limpiar que deje ayer, con muebles empolvados, ropa desdoblada, la cocina sucia, y algunas esquinas con arañas hilitos. Llamas a Johanna para que atienda la puerta. Ella no va. Yo tampoco. Vos menos. Vuelven a tocar. Ahora si dejas lo que hacías y atendes de mala gana, son unos gitanos vendiendo cosas a medio uso. Te arrepentís haberte levantado, pero ya lo hiciste. Hechas a los vendedores impertinentes y maleducados (te insultaron por que no les compraste nada). Ya que estas parado atendes el teléfono que suena en la sala. El que llama es mi novio, y le mentís que salí. Te escucho pero no detengo tu mentira.
Johanna sale de su habitación cantando cumbia, como siempre. Canta mal, y lo sabe y se lo digo todos los días (soy mala hermana, de esas que te destrozan los sueños cuando todavía seguís durmiendo). Y encima baila y mueve la cola como si estaría en un bolichongo. Me canta al odio y quiere que baile con ella, “¡que grasa!” le digo, pero le da igual. Me hace dar vueltas y se muere de risa, la empujo sin querer y se cae pero se sigue riendo, para que no se enoje bailo y lo hago mal pero no es para hacerle la contra.
Mi mamá le sirve guiso a su hijo preferido mientras el resto del mundo es indiferente a la conexión sideral que hay entre ellos dos. Para ella él es el hijo ideal, para él ella es la mejor madre del mundo. Yo ni me meto. Soy de todas las ovejitas, la oveja mala, pero mala a mi manera (o sea no tan mala), (a veces media punk, o socialista pero hasta ahí nomás llego). Leopoldo come un guiso, debe ser el más rico del mundo ya que lo cocino mamá. Es solo una visita pasajera que tenemos en casa, tan pasajera que no respeta ni los lugares que cada uno de los que habitamos en casa tiene. Papá va al frente de la mesa, al lado suyo mamá, al frente de papá yo, y a mi lado Johanna, y en el otro extremo de la mesa Ariel; pero cuando viene Leopoldo todo se altera, él se sienta donde mejor le plazca y cómo mamá lo complace nadie le puede decir “permiso” o “este no es tu lugar”, o cosas así.
Vos no sos cómo mamá, vos sos indiferente al mundo. Seguís leyendo. Todos hablan o gritan o discuten y vos tratas de seguir con tu libro. Hace rato leíste algo que yo escribí y no te gusto. No reniego de eso porque a mi tampoco me gusta, solo me pareció copado en algún momento. Nada te asusta. Mamá nos cuenta una historia de miedo sobre un fantasma que aparece en el baldío frente a casa y vos ni bola nos das. Para vos todos son cuentos, todo es mentira. Mamá dice que el fantasma es un hombre sin cabeza, vestido de blanco, y que tiene aproximadamente dos metros de alto, todos los vecinos lo vieron a la madrugada durante varios días seguidos. Vos no crees y para no escuchar, volves al living. Es tarde. Miras por la ventana y se te caen los anteojos. Tus frágiles cristales se han roto. Ariel te mira y te pregunta si te pasa algo. No respondes. No te moves. Sos una estatua. Todos vamos hacia donde estas. Te miramos pero vos solo indicas al baldío y todos vemos a través del ventanal un hombre alto, de dos metros aproximadamente, que se acerca a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario